PROMESA

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domingo, 6 de julio de 2014

EL PROFETA DEL FIN DE LOS TIEMPOS.

En la época de Jesús los llamados profetas se habían extinguido desde hacía tiempo en Israel. En el lugar de la palabra viva del profeta se había introducido la autoridad de los grandes profetas del pasado. Se fue haciendo cada vez más común la convicción de que desde la desaparición de los últimos profetas escritores (Hageo, Zacarías y Malaquías), los cielos se habían cerrado y el Espíritu se había extinguido. Esto quería decir que había quedado interrumpida la comunicación tradicional entre Dios y su pueblo y que no bajaba ya el Espíritu para inspirar a los profetas. Una tradición del martirio de Zacarías, fundada en 2° Cr. 24:21 señalaba el momento en que habían finalizado las revelaciones: Zacarías, de Jerusalén, hijo de Yodaé, sacerdote, fue matado junto al altar, por Joás el rey de Judá; la casa de David derramó su sangre en el centro cerca del vestíbulo. Los sacerdotes lo recogieron y lo sepultaron junto a su padre. Desde entonces, hubo en el templo prodigios extraños: los sacerdotes no pudieron ya ver en visión a los ángeles de Dios, dar profecías desde el Santo de los Santos, ni echar suertes para dar respuestas al pueblo tal como se había hecho hasta entonces.
El don de la profecía se presentaba, entonces, cada vez más como un fenómeno que sólo reaparecería al final de los tiempos, y lo haría de una manera muy visible. La antigua profecía de Joel servía para animar esta esperanza:
  Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días (Joel 3:1-2). 
Por eso la aparición de Juan el Bautista podía ser considerada como un acontecimiento que manifestaba el fin: un profeta vivo había surgido nuevamente, como en los siglos anteriores. Su mismo bautismo pudo haber sido estimado como un gesto profético, como era el caso de las acciones simbólicas que habían acompañado la predicación de Jeremías, Isaías o Ezequiel.
Por aquel tiempo estaba también extendida la idea de un único profeta: puesto que todos los profetas habían anunciado, en el fondo, la misma verdad divina, no debía haber más que un solo profeta que se venía encarnando sucesivamente en distintos personajes históricos. El Espíritu Santo habría dicho a Jesús durante su bautismo en el Jordán: Yo te he esperado en todos los profetas, a fin de que tú vinieras y yo reposara en ti. El Profeta aparecería al final de los tiempos en su forma definitiva y plena, y la profecía llegaría entonces a su término y cumplimiento.
Ese Profeta no era en la esperanza judía un desconocido, sino que tenía un rostro bien concreto. A partir de la profecía de Dt 18:15 se esperaba el regreso de Moisés: El Señor tu Dios, te suscitará de entre tus hermanos un profeta como yo. En cambio, según la profecía de Mal 3:23-24  se creía que al final de los tiempos Elías restablecería la recta doctrina de la comunidad israelita: He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el día de YHWH, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que yo venga a herir la tierra de anatema.
 Las figuras del promulgador de la Alianza y del gran predicador de la conversión a ella eran las más adecuadas para que el Profeta se encarnara en su forma definitiva.
El Moisés esperado según Dt 18:15 realizaría milagros, restablecería la Ley y el culto verdadero en el pueblo y conduciría también a otros pueblos al conocimiento de Dios. Nuevamente moriría a los 120 años y se llamaría el Maestro o Ta'eb (restaurador). Así, según Jn 4:25 la samaritana del pozo de Jacob le aseguraba a Jesús: Cuando venga, nos lo explicará todo.
Para resumir, el Profeta predicaría, revelaría los últimos misterios y, sobre todo, restauraría la revelación tal y como Dios la había dado en la Ley de Moisés. Pero, a diferencia de los antiguos profetas, su mensaje anunciaría el fin del mundo y su llamada a la conversión sería la última oportunidad de salvación de parte de Dios para los hombres.
Según todos los evangelios, la entrada en escena de Juan el Bautista y su actividad precedieron la historia de Jesús. Para la tradición cristiana primitiva había en ello algo más que un simple recuerdo histórico. Si hablaba del Bautista y de su movimiento no era para aclarar el telón de fondo y los antecedentes de la actividad de Jesús. Más bien, desde el comienzo la tradición colocó al Bautista a la luz de la historia de la salvación que Dios realizaba y él mismo pasó a formar parte del Evangelio de Jesús el Mesías.
 ¿Qué sabemos de este hombre?
En los evangelios Juan aparece súbitamente, sin ninguna preparación. Ninguna historia de vocación, como en los antiguos profetas de Israel, precedía su intervención. Los narradores no se detuvieron en ningún detalle biográfico, en todo caso, ni Marcos ni Mateo ni Juan. Sólo Lucas llenó este hueco con un relato de su infancia. Allí se le atribuye a sus padres un linaje sacerdotal: Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una mujer descendiente de Aarón, que se llamaba Isabel (Lc 1,5). Se podría explicar así la distancia que el bautismo por él administrado implicaba respecto de los sacrificios, ofrecidos para perdón de los pecados, como una ruptura expresa de un miembro del sacerdocio con las prácticas culturales del Templo de Jerusalén. El mismo evangelista nos dejó dos referencias que permiten señalar que con Juan reaparecía el antiguo profetismo. En primer lugar, la visión que tuvo su padre en el Santuario, experiencia que no se había dado desde los días en que el profeta Zacarías había sido martirizado en el Templo: Se le apareció el Ángel de Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso (Lc 1:11). En segundo lugar, Lucas utilizó la fórmula clásica de la Escritura para presentar los oráculos de los profetas: fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto (Lc. 3:2).
Lucas nos dejó también una preciosa indicación sobre la fecha de su entrada en escena: el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea (Lc 3:1), es decir, entre octubre del año 27 y septiembre del 28.
El lugar de su actividad no dejaba de ser significativo: la estepa del Jordán, en el amplio valle del sur. Porque desde los tiempos antiguos el desierto era el lugar al que se vinculaban las esperanzas finales de Israel ya que, según una antigua creencia, los últimos tiempos serían como el comienzo de la historia salvífica: ¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo (Is 43:19). Lejos del mundo profano, pero también lejos de los lugares del culto, Israel se preparaba, como en los tiempos del Éxodo, a la revelación de Dios. Allí había de predicar un nuevo profeta: Una voz clama: "En el desierto abrid camino a YHWH, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios" (Is 40:3).
Si nos atenemos únicamente al testimonio que Josefo nos ofrece, no veremos en Juan más que un maestro de la virtud según el modelo helenístico: Exhortaba a los judíos a practicar la virtud, a actuar con justicia unos con otros y con piedad para con Dios, para estar unidos por un bautismo. Porque así seguramente es como el bautismo resultaría agradable a Dios, si servía no ya para hacerse absolver de ciertos pecados, sino para purificar el cuerpo después de que el alma había quedado previamente purificada por la justicia (Antigüedades XVIII,116ss). Tal presentación responde a la costumbre de Josefo de comparar a los grupos judíos con las escuelas filosóficas helenísticas en atención a la comprensión de sus lectores. Pero de este modo silenció totalmente los rasgos mesiánicos de la predicación del Bautista. Por otro lado era obvio tal silencio, pues a los romanos le disgustaba particularmente el pensamiento mesiánico judío, sobre todo a partir de la reciente guerra (66-73 d.C.).
A partir del testimonio de los evangelios queda claro que, ante todo, Juan exhortaba a la conversión. Esta llamada la dirigía a todos, porque ante aquel que iba a juzgar al mundo de nada servía alegar pertenencia al pueblo de Dios por herencia: Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: "Tenemos por padre a Abraham" (Mt 3:8-9). Se trataba, pues, de una abierta declaración de guerra contra toda confianza presuntuosa en los méritos de los antepasados. De esa manera atacaba la pretensión de identificar pura y simplemente el pueblo de Dios con el Israel visible. Y con un juego de palabras declaraba que Dios era libre ante el hombre, incluso respecto a su propia promesa: porque os digo que Dios puede de estas piedras  dar hijos  a Abraham.
La conversión por Juan exigida era algo más de lo que nosotros entendemos como cambio de mentalidad. Era un acto consistente en una puesta en marcha, un nuevo éxodo, un alejarse del pasado vivido sin Dios para encaminarse hacia el inminente reino de Dios. Implicaba un movimiento más amplio que una renovación interior de tipo individual; significaba la apertura ya desde entonces de un espacio en la existencia del pueblo para un mundo nuevo suscitado por Dios. Y esto no admitía demoras, porque ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego (Mt 3:10). La urgencia de la conversión por el planteada distinguía su mensaje respecto de las demás expectativas apocalípticas de la época, que desconocían la fecha exacta de la llegada del tiempo final.
El resultado del juicio inminente sería la salvación o la condenación de los hombres: Yo os bautizo con agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte
El fuego consumiría la paja inservible, aquellas espigas sin grano, los carentes de buenas obras; mientras que el Espíritu concedería la salvación a los que presentaban frutos de conversión, renovándolos totalmente en virtud del poder creador de Dios.
Pero ¿Quién era ese más fuerte a quien Juan atribuía la ejecución del juicio? Puesto que el bautismo de fuego o de Espíritu implicaba salvar o condenar definitivamente, esas funciones no serían realizadas por una persona terrena, sino celestial. Para eso cabían dos posibilidades: Dios en persona o el apocalíptico Hijo del hombre anunciado en el libro de Daniel: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás (7:13-14). 

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