En la época de Jesús los llamados profetas se habían extinguido desde hacía tiempo en Israel. En el lugar de la palabra
viva del profeta se había introducido la autoridad de los grandes profetas del
pasado. Se fue haciendo cada vez más común la convicción de que desde la
desaparición de los últimos profetas escritores (Hageo, Zacarías y Malaquías),
los cielos se habían cerrado y el Espíritu se había extinguido. Esto quería
decir que había quedado interrumpida la comunicación tradicional entre Dios y
su pueblo y que no bajaba ya el Espíritu para inspirar a los profetas. Una
tradición del martirio de Zacarías, fundada en 2° Cr. 24:21 señalaba el momento en
que habían finalizado las revelaciones: Zacarías, de Jerusalén, hijo de Yodaé,
sacerdote, fue matado junto al altar, por Joás el rey de Judá; la casa de David
derramó su sangre en el centro cerca del vestíbulo. Los sacerdotes lo
recogieron y lo sepultaron junto a su padre. Desde entonces, hubo en el templo
prodigios extraños: los sacerdotes no pudieron ya ver en visión a los ángeles
de Dios, dar profecías desde el Santo de los Santos, ni echar suertes para dar
respuestas al pueblo tal como se había hecho hasta entonces.
El don de la profecía se presentaba,
entonces, cada vez más como un fenómeno que sólo reaparecería al final de los
tiempos, y lo haría de una manera muy visible. La antigua profecía de Joel
servía para animar esta esperanza:
Sucederá después de esto que yo derramaré mi
Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros
ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los
siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días (Joel 3:1-2).
Por
eso la aparición de Juan el Bautista podía ser considerada como un
acontecimiento que manifestaba el fin: un profeta vivo había surgido
nuevamente, como en los siglos anteriores. Su mismo bautismo pudo haber sido
estimado como un gesto profético, como era el caso de las acciones simbólicas
que habían acompañado la predicación de Jeremías, Isaías o Ezequiel.
Por aquel tiempo estaba también extendida
la idea de un único profeta: puesto que todos los profetas habían anunciado, en
el fondo, la misma verdad divina, no debía haber más que un solo profeta que se
venía encarnando sucesivamente en distintos personajes históricos. El Espíritu Santo
habría dicho a Jesús durante su bautismo en el Jordán: Yo te he esperado en
todos los profetas, a fin de que tú vinieras y yo reposara en ti. El Profeta
aparecería al final de los tiempos en su forma definitiva y plena, y la
profecía llegaría entonces a su término y cumplimiento.
Ese Profeta no era en la esperanza judía un
desconocido, sino que tenía un rostro bien concreto. A partir de la profecía de
Dt 18:15 se esperaba el regreso de Moisés: El Señor tu Dios, te suscitará de
entre tus hermanos un profeta como yo. En cambio, según la profecía de Mal
3:23-24 se creía que al final de los tiempos Elías restablecería la recta
doctrina de la comunidad israelita: He aquí que yo os envío al profeta Elías
antes que llegue el día de YHWH, grande y terrible. El hará volver el corazón
de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que
yo venga a herir la tierra de anatema.
Las figuras del promulgador de la
Alianza y del gran predicador de la conversión a ella
eran las más adecuadas para que el Profeta se encarnara en su forma definitiva.
El Moisés esperado según Dt 18:15
realizaría milagros, restablecería la Ley y el culto verdadero en el pueblo y
conduciría también a otros pueblos al conocimiento de Dios. Nuevamente moriría
a los 120 años y se llamaría el Maestro o Ta'eb (restaurador). Así, según Jn
4:25 la samaritana del pozo de Jacob le aseguraba a Jesús: Cuando venga, nos lo
explicará todo.
Para resumir, el
Profeta predicaría, revelaría los últimos misterios y, sobre todo, restauraría
la revelación tal y como Dios la había dado en la Ley de Moisés. Pero, a
diferencia de los antiguos profetas, su mensaje anunciaría el fin del mundo y
su llamada a la conversión sería la última oportunidad de salvación de parte de
Dios para los hombres.
Según todos los evangelios, la entrada en
escena de Juan el Bautista y su actividad precedieron la historia de Jesús.
Para la tradición cristiana primitiva había en ello algo más que un simple
recuerdo histórico. Si hablaba del Bautista y de su movimiento no era para aclarar
el telón de fondo y los antecedentes de la actividad de Jesús. Más bien, desde
el comienzo la tradición colocó al Bautista a la luz de la historia de la
salvación que Dios realizaba y él mismo pasó a formar parte del Evangelio de
Jesús el Mesías.
¿Qué sabemos de este hombre?
En los evangelios Juan aparece súbitamente,
sin ninguna preparación. Ninguna historia de vocación, como en los antiguos
profetas de Israel, precedía su intervención. Los narradores no se detuvieron
en ningún detalle biográfico, en todo caso, ni Marcos ni Mateo ni Juan. Sólo
Lucas llenó este hueco con un relato de su infancia. Allí se le atribuye a sus
padres un linaje sacerdotal: Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un
sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una mujer
descendiente de Aarón, que se llamaba Isabel (Lc 1,5). Se podría explicar así
la distancia que el bautismo por él administrado implicaba respecto de los
sacrificios, ofrecidos para perdón de los pecados, como una ruptura expresa de
un miembro del sacerdocio con las prácticas culturales del Templo de Jerusalén. El mismo evangelista nos dejó dos
referencias que permiten señalar que con Juan reaparecía el antiguo profetismo.
En primer lugar, la visión que tuvo su padre en el Santuario, experiencia que
no se había dado desde los días en que el profeta Zacarías había sido
martirizado en el Templo: Se le apareció el Ángel de Señor, de pie, a la derecha del altar
del incienso (Lc 1:11). En segundo lugar, Lucas utilizó la fórmula clásica de
la Escritura para presentar los oráculos de los profetas: fue dirigida la
palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto (Lc. 3:2).
Lucas nos dejó también una preciosa
indicación sobre la fecha de su entrada en escena: el año decimoquinto del
imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes
tetrarca de Galilea (Lc 3:1), es decir, entre octubre del año 27 y septiembre
del 28.
El lugar de su actividad no dejaba de ser
significativo: la estepa del Jordán, en el amplio valle del sur. Porque desde
los tiempos antiguos el desierto era el lugar al que se vinculaban las
esperanzas finales de Israel ya que, según una antigua creencia, los últimos
tiempos serían como el comienzo de la historia salvífica: ¿No os acordáis de lo
pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo
renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un
camino, ríos en el páramo (Is 43:19). Lejos del mundo profano, pero también
lejos de los lugares del culto, Israel se preparaba, como en los tiempos del
Éxodo, a la revelación de Dios. Allí había de predicar un nuevo profeta: Una
voz clama: "En el desierto abrid camino a YHWH, trazad en la estepa una
calzada recta a nuestro Dios" (Is 40:3).
Si nos atenemos únicamente al testimonio
que Josefo nos ofrece, no veremos en Juan más que un maestro de la virtud según
el modelo helenístico: Exhortaba a los judíos a practicar la virtud, a actuar
con justicia unos con otros y con piedad para con Dios, para estar unidos por
un bautismo. Porque así seguramente es como el bautismo resultaría agradable a
Dios, si servía no ya para hacerse absolver de ciertos pecados, sino para
purificar el cuerpo después de que el alma había quedado previamente purificada
por la justicia (Antigüedades XVIII,116ss). Tal presentación responde a la
costumbre de Josefo de comparar a los grupos judíos con las escuelas
filosóficas helenísticas en atención a la comprensión de sus lectores. Pero de
este modo silenció totalmente los rasgos mesiánicos de la predicación del
Bautista. Por otro lado era obvio tal silencio, pues a los romanos le
disgustaba particularmente el pensamiento mesiánico judío, sobre todo a partir
de la reciente guerra (66-73 d.C.).
A partir del testimonio de los evangelios
queda claro que, ante todo, Juan exhortaba a la conversión. Esta llamada la
dirigía a todos, porque ante aquel que iba a juzgar al mundo de nada servía
alegar pertenencia al pueblo de Dios por herencia: Dad, pues, fruto digno de conversión,
y no creáis que basta con decir en vuestro interior: "Tenemos por padre a
Abraham" (Mt 3:8-9). Se trataba, pues, de una abierta declaración de
guerra contra toda confianza presuntuosa en los méritos de los antepasados. De
esa manera atacaba la pretensión de identificar pura y simplemente el pueblo de
Dios con el Israel visible. Y con un juego de palabras declaraba que Dios era
libre ante el hombre, incluso respecto a su propia promesa: porque os digo que
Dios puede de estas piedras dar hijos a Abraham.
La conversión por Juan exigida era algo más
de lo que nosotros entendemos como cambio de mentalidad. Era un acto
consistente en una puesta en marcha, un nuevo éxodo, un alejarse del pasado
vivido sin Dios para encaminarse hacia el inminente reino de Dios. Implicaba un
movimiento más amplio que una renovación interior de tipo individual;
significaba la apertura ya desde entonces de un espacio en la existencia del
pueblo para un mundo nuevo suscitado por Dios. Y esto no admitía demoras,
porque ya está el hacha
puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado
y arrojado al fuego (Mt 3:10). La urgencia de la conversión por el planteada
distinguía su mensaje respecto de las demás expectativas apocalípticas de la
época, que desconocían la fecha exacta de la llegada del tiempo final.
El resultado del juicio inminente sería la
salvación o la condenación de los hombres: Yo os bautizo con agua para
conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte
El fuego consumiría la paja inservible, aquellas espigas sin grano, los
carentes de buenas obras; mientras que el Espíritu concedería la salvación a
los que presentaban frutos de conversión, renovándolos totalmente en virtud del
poder creador de Dios.
Pero ¿Quién era ese más fuerte a quien Juan
atribuía la ejecución del juicio? Puesto que el bautismo de fuego o de Espíritu
implicaba salvar o condenar definitivamente, esas funciones no serían
realizadas por una persona terrena, sino celestial. Para eso cabían dos
posibilidades: Dios en persona o el apocalíptico Hijo del hombre anunciado en
el libro de Daniel: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de
hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le
dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no
será destruido jamás (7:13-14).
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