"Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella" (Ef. 5:25).
Pablo utiliza como símbolo el
amor nupcial. Juan
Bautista y los evangelios presentan a Cristo como Esposo. Esposo del nuevo
pueblo de Dios, que es la Iglesia. La
analogía recibida de la Antigua Alianza servía para anunciar que había llegado
el tiempo de su realización. Los acontecimientos sucedidos en la Pascua le
confirieron su pleno significado. Se encuentra en ellas, al menos de
forma implícita, una referencia a la aplicación que Jesús había hecho a sí
mismo, presentándose como Esposo, tal como lo debieron decir los Apóstoles a
las primeras comunidades, en las que nacieron los evangelios.
Esto resulta aún más evidente si
se considera que la carta a los Efesios coloca el amor nupcial de Cristo hacia
la Iglesia en relación directa con el sacramento que une como esposos a un
hombre y una mujer, consagrando su amor. En efecto, leemos: "Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo
por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud
de la palabra (alusión al bautismo), y presentándola resplandeciente a sí mismo;
sin que tenga mancha ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e
inmaculada" (Ef. 5: 25-27).
Un poco más adelante, el Apóstol
mismo subraya el gran misterio de la unión nupcial, porque la pone en relación
con Cristo y la Iglesia (Ef. 5:32). Sus palabras, en su esencia quieren
significar que en el matrimonio y en el amor nupcial cristiano se refleja el
amor del Redentor hacia la Iglesia: amor redentor, salvador y
purificador operante en el misterio de la gracia con la que Cristo hace a
los miembros de su Cuerpo partícipes de la vida nueva.
Por este motivo, al desarrollar su
idea, el Apóstol recurre al pasaje del Génesis que, hablando de la unión del
hombre y la mujer, dice: "los dos se harán una sola carne" (Ef.
5:31; Gen 2: 24). Inspirándose en esta afirmación, además escribe:
"Así
deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a
su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes
bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia" (Ef.
5:28-29).
Se puede decir que en el pensamiento de
Pablo el amor nupcial entra en una ley de igualdad, que el hombre y la mujer
realizan en Jesucristo (1º Co 7:4). Con todo, cuando el Apóstol constata: "El
marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador
del Cuerpo" (Ef. 5:23), queda superada la igualdad, la paridad
interhumana, porque en el amor hay un orden. El amor del marido hacia la mujer
es participación del amor de Cristo hacia la Iglesia. Ahora bien, Cristo,
Esposo de la Iglesia, ha sido el primero en el amor, porque ha realizado la
salvación (Ro 5: 6; 1º Jn. 4:19). Así, pues, él es al mismo tiempo "Cabeza"
de la Iglesia, su "Cuerpo", que él salva, alimenta y cuida con
amor inefable.
Esta relación entre Cabeza y Cuerpo no
anula la reciprocidad nupcial, sino que la refuerza. Precisamente esta
autoridad redentora con respecto a los redimidos (y, por tanto, con respecto a
la Iglesia) es lo que hace posible esa reciprocidad nupcial, en virtud de la
gracia que Cristo mismo concede. Esta es la esencia del misterio de la Iglesia
como Esposa de Cristo. Redentor, verdad repetidamente testimoniada y enseñada
por Pablo.
Pablo no es un testigo lejano o
desinteresado, como si hablase o escribiese de forma académica o notarial. En
sus cartas se muestra profundamente comprometido en la tarea de inculcar esta
verdad. Como escribe a los Corintios: "Celoso estoy de vosotros con
celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros
cual casta virgen a Cristo" (2º Co. 11: 2). En este texto, Pablo se
presenta a sí mismo como el amigo del Esposo, cuya gran preocupación consiste
en favorecer la fidelidad perfecta de la esposa a la unión conyugal. En efecto,
prosigue: "Temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su
astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con
Cristo" (2º Co. 11:3). Ese es el celo del Apóstol.
También en la primera carta
a los Corintios leemos la misma verdad de la carta a los Efesios y de la segunda
carta a los mismos Corintios, que hemos citado más arriba. Escribe el Apóstol:
"¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y "¿había
que tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta?”¡De
ningún modo!" (1º Co 6:15). También aquí es fácil advertir casi
un eco de los profetas de la Antigua Alianza, que acusaban al pueblo de
prostitución, especialmente por sus caídas en la idolatría. Los profetas
hablaban de "prostitución" en sentido metafórico, para echar en cara
cualquier culpa grave de infidelidad a la ley de Dios. San Pablo, en cambio,
habla efectivamente de relaciones sexuales con prostitutas y las declara
totalmente incompatibles con un auténtico cristiano. No es posible tomar los
miembros de Cristo y hacerlos (miembros de una prostituta. Pablo precisa,
luego, un punto importante: mientras la relación de un hombre con una
prostituta se realiza sólo a nivel de la carne y, por ello, provoca un divorcio
entre carne y espíritu, la unión con Cristo se lleva a cabo al nivel del
espíritu y corresponde, por consiguiente a todas las exigencias del amor
auténtico: "¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace
un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas
el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él" (1º Co
6:16-17). Como se ve, la analogía usada por los profetas para condenar con
tanta pasión la profanación, la traición y el amor nupcial de Israel con su
Dios, sirve aquí al Apóstol para poner de relieve la unión con Cristo, que es
la esencia de la Nueva Alianza, y para precisar las exigencias que implica para
la conducta cristiana: "Quien se une al Señor forma con él un solo
espíritu".
Era necesaria la
"experiencia" de la Pascua de Cristo; era necesaria la
"experiencia" de Pentecostés, para atribuir ese significado a la
analogía del amor nupcial, heredada de los profetas. Pablo conocía esa doble
experiencia de la comunidad primitiva, que había recibido de los discípulos no
sólo la instrucción, sino también la comunicación viva de ese misterio. Él
había recibido y profundizado esa experiencia, y ahora, a su vez, se hacía
apóstol de la misma con los fieles de Corinto, de Éfeso y de todas las Iglesias
a las que escribía. Era una traducción sublime de su experiencia del carácter
esponsal de la relación entre Cristo y la Iglesia: "¿O no sabéis que
vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis
recibido de Dios, y que no os pertenecéis?" (1º Co 6,19).
Concluyamos también nosotros con
esta evidencia de fe, que nos hace desear esa hermosa experiencia: la
Iglesia es la Esposa de Cristo.
Como Esposa, pertenece a él en
virtud del Espíritu Santo que, sacando "de los manantiales de la
salvación" (Is. 12:3), santifica la Iglesia y le permite responder con
amor al amor.
"Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella" (Ef. 5:25).
Pablo utiliza como símbolo el
amor nupcial. Juan
Bautista y los evangelios presentan a Cristo como Esposo. Esposo del nuevo
pueblo de Dios, que es la Iglesia. La
analogía recibida de la Antigua Alianza servía para anunciar que había llegado
el tiempo de su realización. Los acontecimientos sucedidos en la Pascua le
confirieron su pleno significado. Se encuentra en ellas, al menos de
forma implícita, una referencia a la aplicación que Jesús había hecho a sí
mismo, presentándose como Esposo, tal como lo debieron decir los Apóstoles a
las primeras comunidades, en las que nacieron los evangelios.
Esto resulta aún más evidente si
se considera que la carta a los Efesios coloca el amor nupcial de Cristo hacia
la Iglesia en relación directa con el sacramento que une como esposos a un
hombre y una mujer, consagrando su amor. En efecto, leemos: "Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo
por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud
de la palabra (alusión al bautismo), y presentándola resplandeciente a sí mismo;
sin que tenga mancha ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e
inmaculada" (Ef. 5: 25-27).
Un poco más adelante, el Apóstol
mismo subraya el gran misterio de la unión nupcial, porque la pone en relación
con Cristo y la Iglesia (Ef. 5:32). Sus palabras, en su esencia quieren
significar que en el matrimonio y en el amor nupcial cristiano se refleja el
amor del Redentor hacia la Iglesia: amor redentor, salvador y
purificador operante en el misterio de la gracia con la que Cristo hace a
los miembros de su Cuerpo partícipes de la vida nueva.
Por este motivo, al desarrollar su
idea, el Apóstol recurre al pasaje del Génesis que, hablando de la unión del
hombre y la mujer, dice: "los dos se harán una sola carne" (Ef.
5:31; Gen 2: 24). Inspirándose en esta afirmación, además escribe:
"Así
deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a
su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes
bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia" (Ef.
5:28-29).
Se puede decir que en el pensamiento de
Pablo el amor nupcial entra en una ley de igualdad, que el hombre y la mujer
realizan en Jesucristo (1º Co 7:4). Con todo, cuando el Apóstol constata: "El
marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador
del Cuerpo" (Ef. 5:23), queda superada la igualdad, la paridad
interhumana, porque en el amor hay un orden. El amor del marido hacia la mujer
es participación del amor de Cristo hacia la Iglesia. Ahora bien, Cristo,
Esposo de la Iglesia, ha sido el primero en el amor, porque ha realizado la
salvación (Ro 5: 6; 1º Jn. 4:19). Así, pues, él es al mismo tiempo "Cabeza"
de la Iglesia, su "Cuerpo", que él salva, alimenta y cuida con
amor inefable.
Esta relación entre Cabeza y Cuerpo no
anula la reciprocidad nupcial, sino que la refuerza. Precisamente esta
autoridad redentora con respecto a los redimidos (y, por tanto, con respecto a
la Iglesia) es lo que hace posible esa reciprocidad nupcial, en virtud de la
gracia que Cristo mismo concede. Esta es la esencia del misterio de la Iglesia
como Esposa de Cristo. Redentor, verdad repetidamente testimoniada y enseñada
por Pablo.
Pablo no es un testigo lejano o
desinteresado, como si hablase o escribiese de forma académica o notarial. En
sus cartas se muestra profundamente comprometido en la tarea de inculcar esta
verdad. Como escribe a los Corintios: "Celoso estoy de vosotros con
celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros
cual casta virgen a Cristo" (2º Co. 11: 2). En este texto, Pablo se
presenta a sí mismo como el amigo del Esposo, cuya gran preocupación consiste
en favorecer la fidelidad perfecta de la esposa a la unión conyugal. En efecto,
prosigue: "Temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su
astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con
Cristo" (2º Co. 11:3). Ese es el celo del Apóstol.
También en la primera carta
a los Corintios leemos la misma verdad de la carta a los Efesios y de la segunda
carta a los mismos Corintios, que hemos citado más arriba. Escribe el Apóstol:
"¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y "¿había
que tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta?”¡De
ningún modo!" (1º Co 6:15). También aquí es fácil advertir casi
un eco de los profetas de la Antigua Alianza, que acusaban al pueblo de
prostitución, especialmente por sus caídas en la idolatría. Los profetas
hablaban de "prostitución" en sentido metafórico, para echar en cara
cualquier culpa grave de infidelidad a la ley de Dios. San Pablo, en cambio,
habla efectivamente de relaciones sexuales con prostitutas y las declara
totalmente incompatibles con un auténtico cristiano. No es posible tomar los
miembros de Cristo y hacerlos (miembros de una prostituta. Pablo precisa,
luego, un punto importante: mientras la relación de un hombre con una
prostituta se realiza sólo a nivel de la carne y, por ello, provoca un divorcio
entre carne y espíritu, la unión con Cristo se lleva a cabo al nivel del
espíritu y corresponde, por consiguiente a todas las exigencias del amor
auténtico: "¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace
un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas
el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él" (1º Co
6:16-17). Como se ve, la analogía usada por los profetas para condenar con
tanta pasión la profanación, la traición y el amor nupcial de Israel con su
Dios, sirve aquí al Apóstol para poner de relieve la unión con Cristo, que es
la esencia de la Nueva Alianza, y para precisar las exigencias que implica para
la conducta cristiana: "Quien se une al Señor forma con él un solo
espíritu".
Era necesaria la
"experiencia" de la Pascua de Cristo; era necesaria la
"experiencia" de Pentecostés, para atribuir ese significado a la
analogía del amor nupcial, heredada de los profetas. Pablo conocía esa doble
experiencia de la comunidad primitiva, que había recibido de los discípulos no
sólo la instrucción, sino también la comunicación viva de ese misterio. Él
había recibido y profundizado esa experiencia, y ahora, a su vez, se hacía
apóstol de la misma con los fieles de Corinto, de Éfeso y de todas las Iglesias
a las que escribía. Era una traducción sublime de su experiencia del carácter
esponsal de la relación entre Cristo y la Iglesia: "¿O no sabéis que
vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis
recibido de Dios, y que no os pertenecéis?" (1º Co 6,19).
Concluyamos también nosotros con
esta evidencia de fe, que nos hace desear esa hermosa experiencia: la
Iglesia es la Esposa de Cristo.
Como Esposa, pertenece a él en
virtud del Espíritu Santo que, sacando "de los manantiales de la
salvación" (Is. 12:3), santifica la Iglesia y le permite responder con
amor al amor.
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