Mi propósito principal al escribir Atrévete a Disciplinar (1970) y El Nuevo Atrévete a Disciplinar, revisión 1992, fue registrar para la prosperidad lo que yo entiendo del concepto judeocristiano de ser padres que ha guiado a millones de madres y padres a través de los siglos. Estoy convencido de que también será exitoso en su hogar. Examinemos cinco pilares del sentido común al criar niños.
1. Desarrollar respeto por los padres es un factor crítico en el manejo del niño
Es muy importante que el niño aprenda a respetar a sus padres no para satisfacer sus egos sino porque su relación con ellos provee las bases para su futura actitud hacia todas las otras personas. Su concepto sobre la autoridad de los padres será la clave de su actitud hacia la autoridad escolar, los oficiales de la ley, empleadores y otros con quienes él eventualmente vivirá o trabajará. La relación padre-hijo es la primera y más importante interacción social que tendrá el niño, y los problemas y situaciones experimentados allí a menudo pueden aparecer más tarde en la vida.
El respeto por los padres debe ser mantenido por otra razón igualmente importante. Si usted quiere que su hijo acepte sus valores cuando alcance su adolescencia, usted debe ser digno de su respeto en los primeros años del niño. Cuando un niño puede desafiar a sus padres exitosamente durante sus primeros quince años, riéndose en sus caras y enfrentando tercamente su autoridad, desarrolla un desprecio natural por ellos.
«¡Esos viejos tontos de mamá y papá! Los puedo manejar con mi pequeño dedo. Seguro que me aman, pero realmente pienso que me tienen miedo». Un niño puede que no use estas palabras, pero las siente cada vez que vence a sus mayores y gana las confrontaciones y las batallas. Más adelante, fácilmente demostrará su irrespetuosidad en formas más enérgicas. Viendo a sus padres como indignos de respeto, él puede muy bien rechazar cada vestigio de su filosofía y fe.
Este factor es también de vital importancia en padres cristianos que deseen transmitir su amor por Jesucristo a sus hijos e hijas. ¿Por qué? Porque sus pequeños niños típicamente identifican a sus progenitores
especialmente sus padres
con Dios. Por lo tanto, si papá o mamá no son dignos de respeto, entonces tampoco lo serán su moral, su país, sus valores y creencias, ni aún su fe religiosa.
Cuando nuestro hijo tenía dos años, me sorprendió saber que en su mente me identificaba de cerca con Dios. Ryan nos había visto a su madre y a mí orar antes de cada comida, pero nunca le habíamos pedido a él que diera la acción de gracias. Cierto día, cuando yo estaba fuera de la ciudad en un viaje de trabajo, mi esposa Shirley se volvió espontáneamente hacia el pequeño y le preguntó si quería decir la oración antes de comer. La invitación lo sorprendió, pero juntó sus pequeñas manos, inclinó su cabeza, y dijo: «Te quiero mucho papito. Amén».
Cuando volví a casa y Shirley me contó lo que había pasado, el relato me incomodó. No me había dado cuenta de hasta qué punto Ryan me identificaba a mí con su «Padre celestial». Ni siquiera estaba seguro de querer asumir esa función. Era un trabajo demasiado pesado, y no quería tomar esa responsabilidad. Pero no tenía opción, y usted tampoco la tiene. Dios nos ha dado la tarea de representarlo durante los años formativos de la paternidad.
Por eso es tan fundamental que pongamos a nuestros niños en contacto con los rasgos predominantes de Dios: su profundo amor y su justicia. Si amamos a nuestros niños pero les permitimos que nos traten irrespetuosamente y sin consideración, habremos distorsionado su comprensión del Padre.
Por otro lado, si ejercemos una disciplina rígida sin mostrar amor, habremos empujado la balanza en la otra dirección. Lo que les enseñamos a nuestros hijos acerca del Señor es una función, hasta cierto punto, del ejemplo que les damos de amor y disciplina en nuestra relación con ellos. Asusta ¿verdad?
2. La mejor oportunidad para comunicarse ocurre después de una acción disciplinaria
No hay nada que acerque más a los padres con sus hijos, que el que la madre o el padre ganen decisivamente después de haber sido desafiados con insolencia. Esto es particularmente válido si el niño se lo estaba «buscando», sabiendo perfectamente que merecía lo que recibió. La demostración de la autoridad de los padres es algo que reconstruye el respeto como ningún otro proceso puede hacerlo, y con frecuencia el niño revelará su cariño después que se sequen las primeras lágrimas.
Por esta razón, los padres no deben aterrorizarse ni abstenerse de las confrontaciones con sus hijos. Uno debe anticipar estas ocasiones como acontecimientos importantes, porque proporcionan la oportunidad de transmitir a los hijos mensajes verbales y no verbales que no se pueden expresar en otras ocasiones.
Después del desahogo emocional, el niño a menudo querrá acurrucarse contra el pecho de su padre o madre, y debe ser bienvenido con brazos abiertos, cálidos y amorosos. En ese momento, los dos podrán hablar de corazón a corazón. Usted puede decirle lo mucho que lo quiere, y lo importante que es él para usted. Puede explicarle por qué fue castigado, y cómo puede evitar esa dificultad la próxima vez. Este tipo de comunicación suele ser imposible con otras medidas disciplinarias, como el poner al pequeño de pie en un rincón o el quitarle su juguete favorito. Un niño resentido generalmente no quiere hablar.
La cordialidad de la madre o del padre después de esas acciones de disciplina es esencial para demostrar que lo que ellos rechazan es la conducta específica y no al niño en sí. William Glasser, creador de la Terapia de la Realidad, dejó muy clara esa distinción al describir la diferencia entre disciplina y castigo. La «disciplina» va dirigida contra la conducta objetable, y el niño aceptará su consecuencia sin resentimiento. Glasser define «castigo» como una reacción que va dirigida contra el individuo. Representa el deseo de una persona de herir a otra; y es expresión de hostilidad en vez de amor correctivo. Como tal, es algo que el niño, a menudo, resiente profundamente.
Aunque yo a veces uso esos dos términos como sinónimos, estoy de acuerdo con la premisa básica de Glasser. Es indiscutible que hay una forma incorrecta de corregir al niño, que le puede hacer sentir no amado, no deseado, inseguro. Una de las mejores garantías para que esto no ocurra es una conclusión con demostración de cariño al encuentro disciplinario.
3. Controlar sin regañar (¡Es posible!)
El gritar y regañar constantemente a los niños se puede convertir en hábito, y por cierto un hábito inútil. Quizás alguna vez usted le haya gritado a su niño: «¡Esta es la última vez que te lo digo por última vez!». Los padres y madres suelen usar el enojo para lograr acciones, en vez de usar acciones para lograr acciones. Es agotador
¡y no da resultado! El tratar de controlar a los niños mediante gritos es absolutamente vano, como tratar de usar la bocina para dirigir al auto.
Resulta sorprendente observar con cuánta frecuencia un maestro o líder de grupo trata de imponer medidas disciplinarias que a los niños no les desagradan. Por ejemplo, conocí a una maestra que gritaba y amenazaba a su clase para que cooperara. Cuando ellos se descontrolaban por completo, ¡ella se subía a un escritorio y hacía sonar el silbato! ¡A los niños les encantaba! Ella pesaba como ciento diez kilos, y durante el almuerzo y el recreo ellos tramaban cómo lograr que se subiera al escritorio. Ella, sin percatarse, estaba ofreciéndoles un espectáculo, una recompensa por su indisciplina. ¡Eso resultaba mucho más ameno que estudiar las tablas de multiplicación! La actitud de los niños se parecía a la de aquel conejo del cuento, que le suplicó a la zorra que lo tirara al zarzal. Era lo que ellos más deseaban.
Nunca hay que subestimar la conciencia que tiene un niño que está rompiendo las reglas. Creo que la mayoría de los niños son bastante analíticos a la hora de desafiar la autoridad: consideran con anticipación su fechoría, y sopesan sus probables consecuencias. Si hay demasiadas probabilidades de que triunfe la justicia, optan por tomar un rumbo más seguro. Esta observación queda verificada en millones de hogares, donde un pequeño empuja a uno de sus progenitores hasta el límite de la tolerancia, pero sigue siendo un dulce angelito con el otro. La mamá se queja: «Ricardito le hace mucho caso a su papá, pero a mí ni me presta atención. Ricardito no es tonto. Él sabe que con su mamá sale mejor librado que con su papá.
Para resumir este punto, los padres deben reconocer que las técnicas de control más exitosas son las que manipulan algo de importancia para el niño. Las discusiones con mucha palabrería y las amenazas vanas tienen poco o ningún poder de motivación para el niño. «¿Por qué no te compones y haces lo que se debe hacer, Juancito? ¿Qué voy a hacer contigo, hijo? Dios mío, parece que siempre tengo que llamarte la atención. Simplemente no puedo entender por qué no haces lo que se te dice. Si al menos una sola vez te portaras como es digno de tu edad». Y por ese camino sigue y sigue la descarga de palabras.
Juancito aguanta las interminables reprimendas, mes tras mes, año tras año. Para suerte suya, está equipado con un mecanismo que le permite oír lo que quiere oír y dejar pasar todo lo demás. Así como quien vive cerca de la línea del ferrocarril llega a no oír ni siquiera el retumbo de los trenes que pasan, así Juancito ha aprendido a hacer caso omiso a esos sonidos sin significado que hay en su entorno. Juancito (como todos sus compañeros) estaría mucho más dispuesto a cooperar si claramente fuera para su beneficio personal.
4. No saturar al niño con cosas materiales
A pesar de las privaciones de la época de la Gran Depresión, en la década de los años treinta, había por lo menos una pregunta que era más fácil de responder entonces de lo que hoy es: «¿Cómo puedo negarme a los deseos materialistas de mi hijo?» En aquel tiempo, era muy fácil para los padres decirles a sus hijos que no podían darse el lujo de comprarles todo lo que ellos quisieran; el papá con esfuerzos podía asegurar que hubiera pan en la mesa. Pero en épocas de más opulencia, la tarea de los padres se vuelve menos creíble. Se necesita mucha más valentía para decir: «No; no te voy a comprar la muñequita de ojos lindos y el bebé sopla-narices», que lo que se necesitaba para decir: «Lo siento mucho, pero tú sabes que el dinero no nos alcanza para comprar esas muñecas».
Las exigencias de los niños por recibir juguetes caros son generadas con todo esmero por medio de millones de dólares que los fabricantes invierten en la publicidad por televisión. Los anuncios son hechos con tal habilidad que los juguetes parecen ejemplares de tamaño natural de aquello que representan: aviones a reacción, monstruos-robot, rifles automáticos. El pequeño consumidor contempla boquiabierto, en el colmo de la fascinación. Cinco minutos después da inicio a una campaña que llegará a costarle a su papá más de cien dólares, con baterías e impuestos.
El problema está en que con frecuencia su papá sí puede costear el nuevo artículo, si no con dinero en efectivo, al menos con su mágica tarjeta de crédito. Y cuando en la misma cuadra hay otros tres niños que ya tienen el codiciable juguete, los papás empiezan a sentir la presión, y hasta sentimientos de culpabilidad. Se sienten egoístas porque ellos mismos se han dado lujos parecidos. Supongamos que los padres son suficientemente valientes como para resistir la insistencia del niño; pero eso no es un obstáculo insalvable: los abuelos son sumamente fáciles de convencer.
Aún si el niño no tiene éxito en conseguir que sus padres o abuelos compren lo que desea, existe un recurso anual infalible: ¡Papá Noel! Cuando el jovencito pide a Papá Noel que le traiga cierto juguete, sus padres caen en la trampa sin salida. ¿Qué pueden decir, «Papá Noel no tiene recursos»? ¿Será que el alegre hombrecito vestido de rojo se olvidará y lo decepcionará? No; el juguete llegará en el trineo de Papá Noel.
Hay otra razón por la cual al niño hay que negarle algunas de las cosas que cree que quiere. Aunque suene paradójico cuando uno le da demasiado, en realidad le roba el deleite. Un ejemplo clásico de este principio de la saturación se pone de manifiesto cada año en mi familia, en ocasión del Día de Gracias. Nuestra familia ha sido bendecida con la presencia de varias de las mejores cocineras que hayan dirigido una cocina, y varias veces al año se lucen con su especialidad. La tradicional comida de Acción de Gracias consta de pavo, aderezo, arándanos, puré de papas, camotes, guisantes, panecillos calientes, dos tipos de ensalada, y seis u ocho platos más.
Antes de sufrir un ataque cardíaco en 1990, participé con mi familia en el lamentable pero maravilloso rito gastronómico durante esos días de fiesta. Todos comimos hasta sentirnos incómodos, sin dejar espacio para el postre. Luego fueron traídos a la mesa el pastel de manzana, el bizcocho, y el postre fresco de frutas. Simplemente parecía imposible que pudiéramos comernos un solo bocado más, pero no sé cómo nos las arreglamos y lo hicimos. Por fin, diversos parientes, hartos, comenzaron a alejarse de sus platos, tambaleándose, buscando dónde caer.
Después, como a las tres de la tarde, la presión interna comenzó a amainar y alguien repartió los dulces. Cuando llegó la hora de la cena nadie tenía hambre, y eso que estábamos acostumbrados a comer tres comidas al día. Se prepararon y consumieron emparedados de pavo, seguidos de otra porción de pastel. Para entonces, todos tenían la mirada vacía y sin pensar casi, comían lo que no querían ni disfrutaban. Esa ridícula ceremonia continuó durante dos o tres días, hasta que la sola noción de comida comenzó a darnos asco. Mientras que normalmente el comer ofrece uno de los mayores placeres de la vida, pierde toda su emoción cuando el apetito de comida está saciado.
Hay aquí un principio más amplio para tener en cuenta. El placer se da cuando se satisface una necesidad intensa. Si no existe necesidad, no hay placer. Un simple vaso de agua es más valioso que el oro cuando se está muriendo de sed. Debe ser evidente la analogía con la situación de los niños. Si usted nunca le permite a un niño sentir necesidad de algo, él nunca disfrutará del placer de recibirlo. Si usted le compra un triciclo antes de que aprenda a caminar, una bicicleta antes de que aprenda a sostenerse, un auto antes de que aprenda a conducir, un anillo de diamantes antes de que aprecie el valor del dinero, él aceptará esos regalos con poco placer y aún menos agradecimiento. Qué lástima que un niño así nunca haya tenido oportunidad de anhelar algo, de soñar por las noches y hacer fantasías durante el día. Quizás hasta habría podido desesperarse lo suficiente como para trabajar por conseguirlo. La misma posesión que fue acompañada con un bostezo, pudo haber sido un trofeo y un tesoro. Sugiero que le muestre al niño la emoción de una privación temporal; eso divierte más y es mucho menos caro.
5. Establecer un equilibrio entre amor y disciplina
Desde hace décadas se sabe que si los bebés no son amados, tocados y acariciados, frecuentemente morirán de una extraña enfermedad que en un inicio se llamó marasmo. Sencillamente, se marchitan y mueren antes de su primer cumpleaños. La evidencia de esa necesidad emocional se observó ya en el siglo XIII, cuando Federico II realizó un experimento con cincuenta bebés. Quería ver qué idioma hablarían si no tenían jamás la oportunidad de escuchar una palabra. Para llevar a cabo este dudoso proyecto de investigación, asignó nodrizas para que bañaran a los niños y los amamantaran, pero les prohibió acariciarlos, mimarlos y hablarles. El experimento fracasó dramáticamente porque los cincuenta bebés murieron. Cientos de estudios más recientes indican que la relación entre madre e hijo durante el primer año de vida, es aparentemente imprescindible para que el niño sobreviva. Realmente un niño no amado es el fenómeno más triste de toda la naturaleza.
Mientras que la ausencia de amor tiene sobre los niños un efecto predecible, algo que no está bien fundado es que el exceso de amor o el «super-amor» también impone sus riesgos. Creo que algunos niños resultan malcriados a causa del amor, o de algo que pasa por amor. Algunas personas de nuestra sociedad se concentran tremendamente en los niños en esta etapa de su historia; han cifrado en sus pequeños todas sus esperanzas, sueños, deseos y aspiraciones. La culminación natural de esta filosofía es la protección excesiva de esta nueva generación.
Conocí a cierta madre ansiosa que afirmaba que sus hijas eran la única fuente de satisfacción en su vida. Durante largos veranos, pasaba la mayor parte de su tiempo sentada junto a la ventana del cuarto delantero de su casa, contemplando a sus tres niñas mientras jugaban. Temía que pudieran herirse o precisaran su ayuda, o que salieran a la calle con sus bicicletas. Sus otras responsabilidades con la familia quedaron sacrificadas, a pesar de las vigorosas quejas de su esposo. Ella no tenía tiempo para cocinar ni para limpiar la casa; el oficio de vigilia junto a la ventana era su única función. Sufría una tensión enorme a causa de los peligros conocidos y desconocidos que pudieran acechar a sus amadas hijas.
Las enfermedades de la infancia y los peligros repentinos siempre son difíciles de tolerar para un padre o madre que ama a sus hijos, pero la más leve amenaza produce una ansiedad insoportable cuando la mamá o el papá es excesivamente protector. Lamentablemente, ese padre o madre no es la única persona que sufre, con frecuencia el niño es también una víctima. No se le permite correr riesgos razonables, riesgos que son preludio necesario al crecimiento y al desarrollo. Del mismo modo, los problemas del materialismo suelen llegar a un extremo en una familia en la cual a los niños no se les puede negar nada. La inmadurez emocional prolongada es otra consecuencia frecuente de la protección excesiva. Una vez más, el «punto medio» del amor y el control es lo que debemos buscar si queremos producir niños sanos y responsables.
Para que no exista un malentendido, voy a recalcar mi mensaje explicando el aspecto opuesto. No estoy recomendando que en su hogar reine la violencia ni la opresión. No estoy sugiriendo que le dé a sus hijos unas nalgadas todas las mañanas junto con el desayuno, ni que obligue a los varones a permanecer sentados en la sala con las manos juntas y las piernas cruzadas. No estoy proponiendo que trate de hacer adultos de sus hijos para que impresionen a sus amigos adultos con sus habilidades de padre, ni que castigue a sus hijos sin ton ni son, dando golpes y gritando cuando ellos ni sabían que habían hecho algo indebido. No estoy sugiriendo que se vuelva frío e inaccesible como un modo de garantizar su dignidad y autoridad. Estas tácticas de parte de los padres no producen niños sanos ni responsables. Por el contrario, lo que estoy recomendando es un principio sencillo: cuando usted recibe un reto desafiante, su triunfo debe ser definitivo. Cuando el niño pregunte: «¿Quién manda aquí?», hágaselo saber. Cuando él susurre: «¿A mí quién me quiere?», tómelo en sus brazos y rodéelo con cariño. Trátelo con respeto y dignidad, y espere lo mismo de él. Y entonces, comience a disfrutar de los dulces beneficios de una labor paternal competente.